En un nuevo aniversario de la fundación de nuestro pueblo, compartimos una producción especial de Tomás Leroy Paz, que recorre la historia del escudo del partido de General Viamonte, su simbología y las tensiones históricas que representa. Una invitación a mirar de cerca los signos que nos definen como comunidad y a volver sobre los relatos que dieron forma a nuestra identidad colectiva.

El escudo de General Viamonte es un óvalo dividido en dos grandes secciones. En la parte superior, siguiendo la curvatura y formando un arco, se lee, en letras rojas, el nombre del partido. Esas letras enmarcan un cielo celeste y blanco que se toca, en un horizonte llano, con el suelo de la pampa. Allí hay unas tolderías indígenas; una lanza nace desde el centro del escudo, que aparenta ser un sol, y apunta hacia el cielo.
La fuerza simbólica de la imagen resulta sorprendente: de arriba hacia abajo, cuenta toda una historia. En medio del suelo virgen y fértil de la pampa, un asentamiento de indios se une con el hombre blanco para trabajar la tierra. La lanza, símbolo de guerra, es reemplazada por herramientas de trabajo que hermanan a los hombres, sin importar su color de piel.
El escudo fue realizado por Antonio Magliano, pintor autodidacta nacido en Alberti en 1886, que se estableció en Los Toldos en 1917. En 1946, el Municipio de General Viamonte abrió un concurso para definir su escudo oficial, y el diseño de Magliano fue elegido por unanimidad.
Una variante de ese diseño puede verse en la exposición del Museo de Arte e Historia de Los Toldos (MAHLT), “Archivo y territorio. Fragmentos de una historia compartida”, inaugurada en septiembre con motivo de los 50 años del museo. La muestra propone una lectura crítica sobre los símbolos del partido —la bandera, el himno y el escudo— y su relación con los mitos que conformaron la historia oficial.
En el cambio de siglo la Argentina moderna se estaba haciendo; el itinerario de Magliano por la provincia de Buenos Aires se dibuja en un territorio que es pura novedad: las líneas de ferrocarriles que se expanden, los pueblos que se fundan más allá de la línea de fortines, más allá de la Zanja de Alsina, más allá de un espacio que después de siglos deja de ser frontera, en la tierra conquistada al indio, que parece infinita.
Como señala Roland Barthes, la mitología moderna ya no nos habla de dioses caprichosos ni de eventos sobrenaturales, nos habla de lo más inmediato y banal, porque puede posarse sobre cualquier objeto. El mito es un discurso parasitario, un discurso segundo que se posa sobre un discurso primero y vive a costa suya, deformándolo. Por ejemplo: algo tan concreto como el Obelisco de Buenos Aires, situado en el cruce de la Avenida 9 de julio con la Avenida Corrientes, puede convertirse por el mito en símbolo de la Argentina. Pero el mito implica algunos peligros. Primero, elimina la historia del objeto y lo convierte en naturaleza: como si se tratase de una montaña, creemos que esa efigie siempre estuvo allí, y
que no fue obra del trabajo humano. Olvidamos que el Obelisco fue construido por obreros en 1936, y que todavía no cumple un centenario de existencia. Obviamos incluso esos momentos en que lo vemos cubierto de andamios, cuando se lo pinta o se lo mantiene, porque eso le devuelve al objeto su artificiosidad, y el mito deja de operar. Despojado de historia, el Obelisco ya no es un objeto material; pasa a ser un objeto simbólico, casi una forma platónica fuera del tiempo. Así, fuera de la historia, el objeto queda también fuera de la política. La parasitación del Obelisco que el mito
convierte directamente en símbolo de Argentina, elimina todas las pujas de poder que el objeto también puede representar: el centralismo de Buenos Aires en contra del federalismo del interior, la cultura urbana en contra de la cultura rural. El mito totaliza y excluye: si el Obelisco es Argentina, Buenos Aires es Argentina.
Borges, que, como Barthes, entendía a la perfección la fuerza literaria del mito, es decir: su carácter de construcción, de artificio, fundó Buenos Aires desde su mitología personal. En el famoso poema, la ciudad no empieza desde ningún emblema, como el Obelisco, que el propio Borges vió inaugurar cuando tenía 37 años, ni desde ningún punto histórico; la ciudad empieza desde la manzana del barrio de Palermo en donde Borges se crió, donde conoció a los malevos de las orillas, al poeta Evaristo Carriego y a la biblioteca de su padre, donde descubrió la literatura inglesa. Y donde, podemos imaginar, su abuela le contaba sobre aquellos años en que vivió junto a su esposo, el coronel Francisco Borges, en el fortín de
Junín, el cual comandaba, en donde ella pasaba algunas tardes charlando con el cacique Coliqueo de Los Toldos.
La muestra del MAHLT propone un abordaje crítico sobre la mitología de Los Toldos, ya no una mitología personal como la de Borges, sino, como señala Barthes, una mitología social: son las historias que se contaron y se cuentan sobre este territorio, conformando una historia oficial, un discurso cristalizado, que totaliza y excluye otros. Lo hace a través de archivos, pero también de los rastros más visibles: los emblemas del partido, como su bandera, su himno y su escudo, y la iconografía de la plaza central.
La variante del escudo de Magliano que se exhibe en la exposición, tiene muchos elementos que coinciden con la versión finalmente elegida: la pampa y las tolderías, el horizonte interminable, el trigo sembrado, la cabeza vacuna, las letras en arco que rezan “General Viamonte”. Pero hay una diferencia sustancial: no hay manos hermanadas por el trabajo, no hay unión entre el indio y el blanco. Sí hay dos lanzas en cruz, una antorcha en vez de un sol y, coronando el escudo, el torso desnudo de un indio. Debajo de él, hay otras inscripciones: “Los Toldos. 1862”.
La historia de la confusión entre el nombre de General Viamonte y el de Los Toldos está explicada con mucha claridad en el cuadernillo docente que acompaña la exposición del MAHLT, confeccionado por Ramiro Bonetto y Carlos Maldonado.
El derrotero del cacique Ignacio Coliqueo y su tribu en tierras argentinas comienza cerca de 1830, cuando escapan de la Araucanía, actual territorio de Chile, y culmina en 1862. Coliqueo, que había peleado contra el gobierno de Chile primero y contra el gobierno argentino después, comprende que a la larga su pueblo perderá la guerra contra los blancos, por lo que comienza a buscar acuerdos con los gobernantes argentinos, aprovechando sus divisiones internas. Así, luego de participar de las guerras civiles que estaban terminando de definir la organización política del
Estado argentino, peleando primero en la Batalla de Caseros, en 1852, del lado de Urquiza y en contra de Rosas, y luego en la Batalla de Pavón, en 1861, del lado de Mitre y en contra de Urquiza, el gobierno reconoce a Coliqueo como “Cacique principal de los indios amigos y coronel del ejército nacional”, y en 1862 le permiten elegir una tierra para asentarse con su tribu, y así proteger la línea de fronteras de malones de tribus enemigas. Coliqueo elige la “Tapera de Díaz”, una laguna cerca de Bragado. La concesión legal de las tierras se termina de concretar en 1868. Para
ese entonces, el conjunto de tolderías donde vivía la tribu de Coliqueo, a unos 50 kilómetros del fortín de Junín, comandado por el abuelo de Borges, ya era conocido como “Los Toldos”.
A principios de la década de 1870 llega a esas tolderías un buscavida llamado Electo Urquizo. Su historia es la de un verdadero hombre que se hace a sí mismo: nace en Tucumán en 1847 y vive en la pobreza extrema. En 1868 camina, junto a una tropa de carretas, 56 días para llegar a Córdoba. Allí, al no encontrar trabajo, toma un tren a Rosario para seguir a pie hasta Buenos Aires. Luego huye de la Capital por la fiebre amarilla. Se traslada al campo, donde trabaja en Chivilcoy y en Bragado. En 1872, el mismo año en que se publica ese poema sobre el gaucho que circula por las pulperías de toda Buenos Aires, agotando una decena de ediciones, el propio Urquizo instala una, donde podemos imaginar que también
circula el poema, en la Tapera de Díaz, oficiando de comerciante con la tribu de Coliqueo. La actitud de Urquizo frente a esa comunidad de frontera tan heterogénea, formada por indígenas, por criollos y por extranjeros, es casi de la un etnógrafo -en su vejez, Urquizo escribirá sus memorias-: amistosa, desprejuiciada, imparcial.
Los reveses de algunos malones de tribus enemigas lo devuelven a la pobreza. Pero después de la llamada Conquista del desierto, que en 1879 arrasa con las poblaciones indígenas que no estaban aliadas con el Estado argentino, vuelve a instalar su negocio en ese territorio que ya empieza a dejar de ser frontera. Establece un almacén de ramos generales, “El argentino”, que por fin lo hace rico, en el cruce de caminos entre Bragado y Lincoln, a unos 15 kilómetros del asentamiento de Coliqueo. Compra tierras y en 1892, cuando la legislatura de la provincia aprueba la extensión de un ramal ferroviario por esa zona, Urquizo logra que las vías pasen por su campo, a partir del cual funda un pueblo, al que llama “Los Toldos”. Los primeros pobladores son miembros de la tribu de Coliqueo, que a esa altura, y después de varios conflictos internos, se encuentra bastante
disgregada y es dirigida por uno de sus hijos, Simón.
El 6 de agosto de 1908 la Cámara de Diputados declara la autonomía de Los Toldos, que hasta ese momento había dependido de Bragado, y se crea así un nuevo partido en la provincia de Buenos Aires, al que se llama de la misma forma.
Durante dos años el nombre de la ciudad y del nombre del partido coinciden. Pero en 1910 a la legislatura se le ocurre homenajear a un militar de las guerras de la independencia olvidado, y decide cambiar el nombre del partido de Los Toldos por el de General Viamonte, una figura que, más allá de haber gobernado la provincia en dos breves ocasiones, en 1829 y en 1834, no tiene nada que ver con este territorio.
La ciudad continúa llevando el nombre del asentamiento original de Coliqueo, que a esta altura ya está loteado en diferentes parcelas privadas que algunos escribanos inescrupulosos les van quitando a los indios a través de enredos legales. En este estado de situación llega Magliano al pueblo en 1917, cuando Urquizo, luego de viajar por Europa, ya se ha retirado a su quinta de las afueras de Buenos Aires para descansar y escribir sus recuerdos.
Algunos piensan que el Estado quería borrar los rastros que remitían a un origen indígena, porque la ley de 1947 que eleva el rango de Los Toldos, también le cambia el nombre. El texto es inequívoco: declara “ciudad al pueblo de General Viamonte, cabecera del partido de General Viamonte”. Así, durante 38 años, en los papeles, el nombre de la ciudad y el nombre del partido vuelven a coincidir, hasta que en 1985, en medio de la ola de la vuelta a la vida democrática, el Concejo Deliberante le restituye a la ciudad el nombre de Los Toldos, cuyos pobladores nunca habían logrado terminar de llamar General Viamonte.
Magliano debe haber tenido en cuenta muchos de estos conflictos cuando, en 1946, se larga a diseñar un escudo para el partido. Las variantes que analizamos demuestran que Magliano dudó entre varias historias.
El Estado argentino inaugurado en 1853, en su constitución tenía una postura muy clara sobre la cuestión indígena: había que proveer a la seguridad de las fronteras, conservar un trato pacífico con los indios amigos y promover su conversión al catolicismo. A partir de mediados del siglo XIX la postura de Ignacio Coliqueo, para asegurar la supervivencia de su tribu, comienza a coincidir con los preceptos del jóven Estado.
Como señala el cuadernillo docente, en la Tapera de Díaz Coliqueo se adapta con rapidez a la cultura criolla. Quiere una coexistencia pacífica con los blancos y sostiene una política desarrollista. Solicita al gobierno la instalación de una capilla y una escuela. Pero no toda la tribu sostiene las mismas ideas de integración. Las diferencias se manifiestan radicalmente en los propios hijos de Coliqueo, que muere en 1871. Durante carnaval, el viejo cacique de 95 años pelea contra un gaucho. Al intentar alcanzarlo mientras huye, el caballo de Coliqueo rueda y le causa heridas fatales.
Entonces, su hijo mayor, Justo, es nombrado cacique interino por un coronel. Las tradiciones mapuches de la tribu de Los Toldos, que había contribuido a la victoria de Urquiza en 1852 y a la de Mitre en 1861, se combinan con las jerarquías militares. En esos años, el arzobispo de Buenos Aires crea el Consejo para la Conversión de los Indios, y envía un sacerdote, el padre Pablo Emilio Savino, a evangelizar la tribu de Coliqueo. Pero su misión choca con Justo, que insiste en conservar los rituales mapuches. En 1874 se gesta una suerte de conspiración. El coronel Francisco Borges acusa a Justo de planear una sublevación, lo arresta y lo encarcela por 5 meses en la isla Martín García, lo degrada de su cargo militar y luego lo interna en un hospital de alienados. Las posturas políticas de Justo comienzan a confundirse con la locura.
Mientras, Borges, que también había suspendido las raciones y sueldos que el Estado argentino le pagaba regularmente a la tribu, sumiéndola en la pobreza, impone a Simón, el hijo menor de Coliqueo, como nuevo jefe de la tribu, eliminando definitivamente la elección tradicional de la propia comunidad.
Una vez liberado, Justo, junto con sus lanceros, se va de Los Toldos y se une a la tribu del cacique díscolo Pincén, para regresar, en 1876, a atacar la tribu de su padre. Antes del enfrentamiento, los hermanos realizan un parlamento, pero Simón rechaza la propuesta de Justo de luchar contra los cristianos. El ataque fracasa. Justo intenta regresar a Los Toldos para intentar recuperarlo solo, y Pincén envía una comitiva para matar a su aliado enloquecido.
En ese trágico contexto el hermano menor asume la responsabilidad sobre la comunidad, que comienza a disolverse. Simón Coliqueo sigue con contundencia las ideas de su padre. Tiene la firme decisión de integrar su tribu a la comunidad argentina. Se casa por el rito cristiano y pide al gobierno la instalación de una escuela pública. Impulsa el abandono de las costumbres indígenas. Cerca del cambio de siglo, llega a reprimir, junto con el ejército, la realización de rituales mapuches. Mientras los herederos y seguidores de Coliqueo se incorporan a la vida del pueblo fundado por Electo Urquizo como ciudadanos argentinos con sus títulos de propiedad, gran parte de la tribu permanece en la pobreza. Simón Coliqueo muere en 1902. Es enterrado en el cementerio del pueblo, un cementerio cristiano, vistiendo el uniforme de Sargento Mayor del Ejército Argentino.
Así, queda claro que en la variante del escudo de Magliano que se exhibe en el museo, el indio que aparece arriba de la consignación de “Los Toldos. 1862”, es Ignacio Coliqueo, o en todo caso su hijo mayor, Justo. Queda claro que la mano que saluda a la del hombre blanco en la versión oficial también es la de Coliqueo, o en todo caso la de su hijo menor, Simón, pero nunca la de Justo.
La historia, casi como su objeto de estudio privilegiado, es un campo de batalla, un campo constante de sentidos en pugna. Algunos sentidos, a través del mito, se imponen. Pero luego pueden ser cuestionados y reemplazados por otros.
Sin embargo, esta conflictividad de sentidos no puede formalizarse en un esquema tan simple como el de una historia que luego es reemplazada por otra. Desde un punto de vista semiológico sería difícil sostener que hay una historia verdadera, a la que, después de los reemplazos necesarios, es posible llegar. No hay una historia: hay una coexistencia de historias. La exposición del museo, las variaciones de Magliano, vienen a demostrar eso.
Porque detrás de cada símbolo hay un relato, y en cada relato, una manera de entender el lugar que habitamos.
Gracias Tomas por este valioso recorrido.
